domingo, 15 de enero de 2017

La lección de vida de Héctor Alterio

"El Padre" se presentó ayer en el Festival de Teatro de Málaga y reppite hoy en el cervantes a las 19:00 horas.
El actor argentino, de 87 años, firma una interpretación descomunal en 'El padre'
El Cervantes dedica la ovación más larga del Festival al veterano intérprete, que encarna sin aspavientos a un enfermo de alzhéimer.


Algo comienza a ir mal en la vida de Andrés, irremediablemente mal. Confunde lugares, personas, épocas. Los rostros van mutando en su cabeza y también sobre el escenario, primera señal de que los espectadores no asistirán a una obra lineal, sino que serán cómplices de la perspectiva caótica que empieza a acompañar, ya para siempre, al protagonista. Porque 'El padre', presentada ayer en el Teatro Cervantes, es un ejercicio constante de empatía, incluso de compasión en su sentido menos manido, más humano. El alzhéimer sobrevuela toda la obra escrita por Florian Zeller pero nunca es nombrado. Ni una sola vez. José Carlos Plaza, director de la adaptación programada en el Festival de Teatro, capta esa sutileza y esquiva redundancias para presentar la enfermedad de forma descarnada, sin artificios.

Andrés se resiste a reconocer su desorientación, pero cuando lo hace alcanza un efecto demoledor en el patio de butacas, un zarpazo del que pocos salen indemnes. La reacción más común es acercarse el clínex a los ojos. «Es como si estuviera perdiendo todas las hojas», explica. Y la escenografía, como ese árbol, se va diluyendo a medida que avanza la obra hasta quedarse casi desnuda, un homenaje final a la interpretación de Héctor Alterio, alma de la obra. Su actuación, además de magistral, es una lección de vida en medio de un texto angustioso. El actor argentino, con 87 años, ofrece una de las mayores muestras de amor por su oficio de las que hayan sido testigo las tablas españolas. No dramatiza situaciones, pese a lo tentador de algunos diálogos, ni busca la simpatía aunque la función arranque como una comedia extraña.




A Alterio le basta un gesto, un leve cambio de registro o una mirada para arrojar al público todo lo que la obra esconde, la tragedia pero también el sentido irónico que la descarga, que evita convertir el teatro en un innecesario valle de lágrimas. Las concesiones dramáticas son escasas, y quizá por eso efectivas. El resto del elenco está a la altura de las réplicas que merece Alterio, que ya es decir bastante, con especial mención a los trabajos de Ana Labordeta y Luis Rallo.



Plaza dirige la obra con tino, sin caer en el sentimentalismo al que podría conducir el texto de Zeller, un exceso que únicamente rozan la iluminación y la música, que en algunos momentos resultan reiterativas. Ni la tenebrosidad de algunas escenas ni las melodías ampulosas aportan nada nuevo a la obra, cuyo tormento ya deja patente la interpretación de Alterio. No le hacen falta efectos ni añadidos para cortar la respiración, para trasladar la desesperación de una enfermedad que acaba convertida en una despedida incesante. Los espectadores que anoche casi llenaron el Cervantes lo sabían y reconocieron su trabajo con una ovación de varios de minutos, probablemente la más larga de lo que llevamos de festival.

Alberto Gómez

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