sábado, 21 de enero de 2017

Chano y Colina dialogan 'Entre dos Aguas



Cuando te sientas en una butaca del Auditorio Nacional, notas de inmediato ese gusanillo ante cualquier actuación por venir, pero con un “plus”: sabes que si esas paredes llevan la impronta de miles de artistas de música clásica y contemporánea, será por algo.


Anoche, a los pies del imponente órgano de la Sala de Cámara, reposaban el contrabajo de Javier Colina y el piano de Chano Domínguez. Imagínense ustedes cómo crecía ese gusano, relamiéndose ante el festín que estaba por venir.


Colina podría ser un oficinista de Pamplona; ese señor afable que te hace la vida más fácil indicándote que este formulario debe echarse en ese buzón pero que cuidado con la letra pequeña, que ya se sabe. Sin embargo, el destino al que le abocaba su fisionomía se vio truncado cuando, imagino, descubrió que todas las historias que tenía por contar sólo saldrían por las aberturas de un contrabajo. Pese a la triste pérdida para el gremio de los oficinistas, no hay un día que el jazz no le agradezca haber elegido esta carrera. Domínguez se presenta –porque no se esconde- tras unas gafas algo tintadas que acompaña con una camisa brillante y unas botas rojas. ¿Un exitoso presentador de televisión? No; un dandi de Cádiz, que amasa las teclas con un duende que por momentos dudas si no tendrá una guitarra flamenca escondida dentro de la cola del piano. “¿Se conocerán?”, piensas. Y enseguida te sacan de dudas: dos personas que no se conocen no interpretan un jazz por alegrías como el que les sirvió para arrancar la actuación.


Siempre es interesante el ejercicio de cerrar los ojos en un concierto, especialmente con acústicas como la del Auditorio. Ayer, la percepción era de un arco sonoro, de izquierda a derecha, que por momentos parecía una banda completa. Javier, cimentando los temas sobre el compás de su pie izquierdo, construye líneas de bajo sólidas como el hormigón, pero con la holgura necesaria para aguantar cualquier movimiento tectónico. Luego está la mano izquierda de Chano, que igual que se acerca a Javier para armonizar sus frases, recorre las teclas para conocer a su homóloga, con la que se entrelaza en escalas que suenan a Duke Ellington y a Tomatito. Y es que la mano derecha de Chano lo sabe (casi) todo. Sabe de Falla y de Paco, y de Monk y de Miles, con la envidiable parsimonia de quien parece que, además, ignora que lo sabe. Y cuando crees que ya está, que dos personas no pueden sonar a más que eso, un zumbido de tenor llama a tus oídos: “¿qué suena?”, te preguntas. Las historias de Colina. Una detrás de otra. Pero no las que nos cuenta con su contrabajo, sino las que le canta a su instrumento, abrazando ese mástil eterno, arrullándolo mientras suenan boleros y alegrías, Cuba y San Francisco.


Después de presentarnos dos temas, Chano nos cuenta que llevan quince años sin tocar juntos, desde aquel trío que formaron junto al baterista Guillermo McGill en la década de los noventa. Podría pensarse que lo que ocurrió entonces fue que tres virtuosos se juntaron para fusionar dos estilos, flamenco y jazz, rompiendo los moldes del primero y engordando el ego del segundo (y, de paso, el propio). Una cosa es cierta: estos dos músicos muestran un virtuosismo incuestionable, que les permite transitar por los caminos de la improvisación jugando con el compás y fraseando con una delicadeza extrema y una naturalidad sorprendente. Lo que parece más dudoso es que el propósito fuera el de la fusión, porque lo que llega a los oídos del espectador no es eso. Lejos de apreciarse una especie de suma de las partes, una combinación precisa de dos elementos, lo que resulta es un todo complejo y distinto a todo lo anterior. Es un lenguaje propio, imbuido de palabras y frases de otros lugares, pero capaz de narrar historias impensables en otros idiomas. Y se encargan de demostrarlo un bloque de media hora repleto de swing y blues que no deja indiferente a nadie.


Y aún se podía pedir más. Se podía pedir lo que muchos ansiábamos (muy bajito, no fuéramos a estropearlo), que es que un compadre, también de Cádiz, presentara las dos últimas canciones mirando al cielo y recordando a su compositor: el maestro Paco de Lucía. Con una honestidad y una sensibilidad sólo alcanzables a quien respeta la obra que versiona, nos trasladaron a aquel disco del año 95 donde, junto a Tino di Geraldo y Jorge Pardo, reinterpretaban 10 de Paco. Y uno piensa entonces que qué maravilla cuando se cierra el círculo y cuando la música es tan solo eso, música. Uno observa a ese pianista, capaz de reinterpretar Kind of Blue de Miles Davis con tintes flamencos, honrando a Paco de Lucía. Y recuerda entonces que fue éste quien compartió estudió con John McLaughlin, aquel joven guitarrista del noneto de Bitches Brew, también de Davis. Porque jazz, flamenco, soul, salsa, bolero, son todo etiquetas vacías si no se refieren a significantes más primarios y más orgánicos, a esa música que llama a gritos a lo más profundo de nuestras entrañas. Esperemos que los seis micrófonos repartidos por el escenario puedan dar cuenta de ello, y que este concierto pueda pasar a formar parte de las entrañas de todos.


Roberto torres

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